A las cinco de la tarde del 22 de junio de 1986, hora de Argentina, la gente comienza a salir a las calles de Buenos Aires y del resto del país. Lo que hasta entonces parecían ciudades desérticas retoman el pulso. La multitud se dirige al Obelisco con el filo de la luz del sol: el invierno acaba de comenzar, es uno de los días más cortos del año. En la Capital Federal garúa, el asfalto está mojado y algunos llevan paraguas. Es, además, un festejo en democracia.

«La gente está en la calle. ¿Qué pasa? ¿Qué son esas bocinas y esas banderas? ¿Quién las llamó? ¿Estarán manipuladas desde arriba? -se preguntará al día siguiente Tiempo Argentino, diario cercano al alfonsinismo, sensible y veloz para mostrar el contrapunto con las movilizaciones, no tan lejanas, en años de dictadura militar-. ¿Otra vez sacaron a la gente a la calle desde los medios de comunicación para echársela encima a la comisión de los Derechos Humanos de la OEA (Organización de los Estados Americanos), como pasó xen 1979? No, esta vez fue genuina.»

La gente salta para no ser un inglés. Los cantos se suceden, uno detrás de otro. La Thatcher, la Thatcher, la Thatcher ¿dónde está?, la está buscando Diego para cogerselá. Maradooo, Maradooo. ¡Thatcher, la Copa se mira y no se toca! Pan y vino, pan y vino, el que no grita Argentina para qué carajo vino. ¡Ingleseees, hijos de putaaa, la puta que los parióoo, ingleses, hijos de puta, la puta que los parióoo! Un par de banderas del Reino Unido son primero exhibidas como trofeos de guerra y después quemadas. Hay aplausos, efervescencia. En La Plata, pese a la lluvia, flamean los colores argentinos. En Córdoba, en la intersección de Colón y General Paz, se canta por las Malvinas. En Rosario, el punto de encuentro es el Monumento a la Bandera. Una de las columnas más gruesas llega justo cuando un guardia de infantería, como todos los atardeceres, arría la bandera. Los fanáticos quieren apropiársela para sumarla a los festejos, los gendarmes la defienden y hay algún momento de tensión, pero todo termina de manera celebratoria: los hinchas abrazan y besan a los uniformados. En San Miguel de Tucumán, 5.000 personas copan las escalinatas de la Casa de Gobierno: tampoco los detiene la llovizna. Setenta kilómetros al sur de la capital provincial, en Río Seco, un jubilado tucumano se suma a los festejos, se siente mal, sufre un síncope cardíaco y muere en la calle.

Se llama Roque Argañaraz, y una mirada despreocupada y lejana del asunto le puede adjudicar el rol de mártir del 22 de junio de 1986.

- Yo soy la hija de Roque -cuenta María Ignacia por teléfono, desde Río Seco-. Ese día, mi papá había almorzado en mi casa, con mi familia, y después volvió a la suya para ver el partido. Cuando Argentina gana, en el pueblo se arma una caravana para festejar. Mi marido se sube a la camioneta con mi hijo, José Luis, que tenía dos años, y otros muchachos para dar vueltas. Mi papá salió a la vereda y esperó que pasaran por su casa para darle una bandera de Argentina a su nieto. Era su debilidad. Dos cuadras después, corren a avisarle a mi marido que mi papá se había descompensado. Mi mamá me contó que, apenas entró a su casa, se cayó. Fue un infarto fulminante. Nunca había tenido problemas del corazón. Pensamos que fue la emoción por todo. Tenía 65 años.

* Extracto de El partido,

Argentina - Inglaterra 1986

(Tusquets)